En una de las primeras escenas de la película Die Hard (1988), el personaje de John McClane (interpretado por Bruce Willis) baja de un avión con rostro de profunda incomodidad. No solo ha debido tomar un vuelo que no deseaba, sino que pasará la Navidad con su esposa en Los Ángeles, en lo que parece ser un intento casi desesperado por recomponer un matrimonio maltrecho. Corría la década de los ochenta y los héroes de acción musculados como Stallone y Schwarzenegger poblaban la pantalla grande, de modo que este sujeto con aspecto común, que mostraba su anillo de boda como un talismán, era del todo atípico.
Pero había algo más sobre este polícia de Nueva York que resultaba cuando menos curioso: era un tipo normal. Bruce Willis — que venía de interpretar al encantador David Addison Jr. en la serie Moonlighting (1985 – 1989) — no tenía el aspecto que se suele atribuir al sujeto que salvará el día. Delgado y más bien desgarbado, con una amable sonrisa torcida y el mal humor propio de cualquier neoyorquino que se precie de tal, McClane aterriza en el aeropuerto californiano bajo una máscara de tranquilo anonimato. Este es un hombre que viene a salvar su matrimonio, pero terminará salvando también al célebre Nakatomi Plaza e, incluso, a la ciudad.
El juego de estereotipos en John McClane es uno de los más curiosos de la pantalla grande, que suele aplastar a sus héroes bajo el puño de una bidimensionalidad cuando menos monótona. El John Rambo de Sylvester Stallone está traumatizado y es un experto en armas, que demostrará a quien necesite saberlo, que detesta la violencia, pero no dudará en utilizarla. Lo hace, además, en un trayecto profundamente emocional — pero muy masculino — en el que se enfrenta al sistema, al fantasma de la guerra de Vietnam e, incluso, al cinismo que envuelve a su personaje como un manto de pura melancolía. Con su cinta roja en la frente y además adusto, Rambo es un héroe a pesar de sus heridas secretas. Una bomba de tiempo a punto de estallar.
Por otro lado, a Arnold Schwarzenegger — la otra referencia inmediata del cine de acción de la época — no se le exige demasiado. El ex campeón mundial de fisicoculturismo llegó directamente a un improbable estrellato, manteniendo el rostro por completo inexpresivo mientras levantaba en vilo todo tipo de armamento pesado. El androide que venía del futuro para asesinar a la madre de un líder que no nacía en Terminator (1984) solo debía lucir imponente y Schwarzenegger, imperturbable y mortal. Lo mismo que rompiendo cuellos que disparando una bazuca gigantesca en mitad de un cuartel de policía, el actor encarnó un tipo de poder masculino letal, sin matices y bastante simple de entender.
Claro está, tanto uno como el otro, seguían la estela de hombres fuertes, callados y singulares como el Dirty Harry (1971) de Clint Eastwood o el sobreviviente a toda prueba interpretado en más de una ocasión por el icónico Chuck Norris. Incluso el discreto Charles Bronson — que recorrió una Nueva York sucia y peligrosa para asesinar a criminales de maneras imaginativas — parecía la encarnación de un hombre fuerte, directo y por supuesto, profundamente viril con el que cualquier adolescente o adulto de mediana edad podría identificarse. Eran héroes intachables o villanos implacables, pero entre ambos extremos, la masculinidad del hombre de acción de los ochenta era intocable.
Entonces llegó John McClane, a quien un pasajero le recomendó quitarse las medias y zapatos para controlar la ansiedad, que bromeaba con el chofer deslenguado de una limusina y que, sin saber cómo, se encontró en el centro de una batalla campal entre un improbable ataque terrorista y el atraco más ambicioso del mundo. Y todo, llevando una musculosa blanca, los pies desnudos y la pistola de reglamento al cinto. El bueno de John, que no tenía los enormes músculos de Schwarzenegger, los conocimientos tácticos de Rambo, la frialdad de Dirty Harry y la nostalgia violenta de Bronson, era el héroe de una época frívola y bulliciosa que representó mejor que nadie.
El Nakatomi Plaza y el destino
Die Hard (1988) es una película de acción, pero también, una heist movie a gran escala. No solo se trata de un ataque terrorista perpetrado por el grupo de mercenarios más atractivos de la historia, sino comandados por esa gloria tardía del teatro inglés como lo fue Alan Rickman. Con su cerrado acento inglés, trajes de Dior cortados a la medida, barba impecable y exquisita educación, este villano era mucho más que un blanco para lucimiento del héroe y lo deja claro, desde las primeras escenas cuando toma el glorioso Nakatomi Plaza con una rápida, sagaz y letal estrategia.
Mientras John McClane camina descalzo en espera que su casi ex esposa Holly (Bonnie Bedelia) venga por él y puedan finalmente, tener la conversación que le hizo volar de un lado a otro del país, Hans Gruber (un debutante Alan Rickman que debutaba en Hollywood), toma el edificio y se asegura de procurarse una fachada perfecta para hacer lo que realmente le ha traído a Los Angeles: la abultada bóveda de haberes del potentado Joe Takagi. Gruber tiene todo bien calculado, menos esa pieza fuera de cálculo que escucha el tiroteo y decide hacer lo que su instinto de rudo policía le sugiere: enfrentarse con una sola arma y un nutrido grupo de aparentes terroristas armados con todo tipo de armas sofisticadas. John, que apenas lleva jeans y una camiseta blanca, se encuentra corriendo por los parajes ultra lujoso del Nakatomi Plaza en busca de respuestas y de salvar a su mujer. Por ahora, las ambiciones de John son limitadas y quizás en eso radique su fortaleza: sin saber a qué se enfrenta, está dispuesto a hacerlo a la manera del gran, torpe y confuso héroe norteamericano que vive en la imaginación colectiva del país.
Sin duda, ese es el secreto del éxito tanto del personaje como el de la película: basada en la novela Nothing Lasts Forever (1979) de Roderick Thorp, Die Hard (1988) era una mirada atípica al heroísmo que pasó por muchos rostros hasta encontrar la mirada atenta, confusa y enfurecida de Bruce Willis. El papel se le ofreció a primer lugar a Frank Sinatra, que con buen ojo lo rechazó, y después a Schwarzenegger, que acababa de obtener en 1987 otro éxito de taquilla con su estilo imperturbable y muscular con Depredador, también de John McTiernan. Pero a nadie parecía agradarle demasiado este héroe que no lo era tanto, que terminaría herido y machacado por una lluvia de cristales y de balas, más parecido al underdog de Rocky Balboa que al héroe imperturbable de John Rambo, pero sin la virilidad extravagante de cualquiera de ellos. De modo que el papel pasó de mano en mano, hasta que, finalmente, un actor de la serie B y más conocido por una comedia televisiva, decidió que era un buen momento para un hombre que sabe lo que tiene que hacer y lo hace a regañadientes.
Porque John está furioso, herido, dolorido y pasa la mayor parte de la película batallando en la periferia, comunicándose con el villano a ciegas y con la única ayuda del Sargento Al Powell, que responde a sus súplicas de ayuda más por aburrimiento que por cualquier otro motivo noble. Para cuando finalmente se hace notorio que el Nakatomi Plaza está en peligro de ser destruido y los rehenes asesinados, John se convertido en un enemigo incómodo en el plan minuciosamente concebido por Gruber. Y quizás esa es su mayor fortaleza.
Pero para entonces, John también está herido, con las plantas de los pies sangrantes y -para usar sus propias palabras- “completamente cabreado”. Tiene dolor, renguea y comienza a temer que no vivirá para contarla. Años después, los guionistas Jeb Stuart y Steven E. de Souza, admitirían que, aunque McClane es sin duda el “vaquero norteamericano por excelencia” — de hecho, Gruber le llama Roy Rogers —, es también un hombre vulnerable. Y es en esa cualidad improbable que el guion hace hincapié. John intentará salvar al Nakatomi Plaza, luchará como pueda para no morir en el intento, pero no la tendrá fácil. Grita, se enfurece, se mira los dedos lastimados, corre aturdido, pide ayuda en cada ocasión que puede. John es un tipo real en medio de una situación que le desborda.
Y es esa cualidad — la de ser un hombre normal en una circunstancia extraordinaria — es la que le convirtió en el héroe que abrió la puerta a la década de los noventa. Atrás quedó el tipo duro, macho viril, veterano de mil batallas. John no sólo es profundamente humano, sino también un hombre que sabe que lo es. Esa conciencia de su mortalidad es, además, uno de las cualidades más intrigantes de un personaje que se forjó escena tras escena. John es un policía — uno bueno, según la evidencia — pero también, es un tipo incómodo que desea salvar su matrimonio y trata de hacer lo mejor que puede, a pesar de su torpeza emocional. Holly es el símbolo no solo de la sensibilidad de John, sino también, esa dimensión doméstica que muy pocas veces muestra el superhéroe de turno. Pero John es John, de modo que, además de enfrentarse a una pandilla de sofisticados ladrones, tiene el suficiente tiempo para pensar que morirá, que quiere sobrevivir para tener un final feliz o, al menos, sobrevivir la noche.
Yipee-ki-yay y el pan dulce con mal sabor
El guión plantea a McClane desde la improbabilidad y todos los obstáculos — muy vulgares, muy corrientes — que debe enfrentar mientras intenta evitar que Hans Gruber se salga con la suya. Mata a un terrorista “con los pies más pequeños que los de su hermana”, por lo que deberá pasar la noche descalzo. También va de un lado a otro, con su única arma apuntando al suelo, como el buen policía que es y que no deja de ser a lo largo de film. Y cuando finalmente consigue una ametralladora, es también cruel y divertido.
“Jo, Jo, Jo, ahora tengo una ametralladora” escribe en el gorro navideño que le pone al cadáver del sujeto que unos minutos antes le intentó matar, y que envía por el ascensor como un macabro mensaje. A la vez, trata de hacerse una idea del lugar en que se encuentra Holly (y el resto de los cautivos) y calcular qué ventaja podría tener en mitad de lo que se avecina, sean cuales sean los siniestros planes de Gruber. De forma que sí, John es un héroe de los que mata sin remordimientos, pero a la vez, es un hombre que está consciente que los rehenes solo le tienen a él para escapar y que, en esa ecuación, las probabilidades de triunfo no son muy altas.
Pero como toda heist movie que se precie de tal — y Die Hard lo es, además de la mejor película navideña de la historia, en palabras de Kevin Smith — el botín a robar es lo realmente importante. Esos suculentos $ 640 millones en bonos al portador negociables que Gruber quiere a toda costa y que la capacidad de improvisación de John McClane evitará que tenga. Para bien o para mal, la espontaneidad de este héroe imprevisible es el punto central de la película y no sus fortalezas, por lo que Die Hard depende de Willis para expresar esa simplicidad cercana y profundamente singular de su personaje. La batalla entre el villano y el héroe es por un enorme botín y, a medida que la película transcurre, John parece hacerse de una noble, torpe e imposible tarea al contraste de la frialdad de Gruber, que habla de historia y de modelos de educación clásica, mientras va de un lado a otro con un petit comité de secuaces sosteniendo armas sofisticadas. Es la sencillez en el planteamiento de John como personaje — haré lo que pueda y no sé si resulte — frente a la frialdad de Gruber — todo está controlado y lo haré con inteligencia — lo que, de inmediato, sienta las bases de la película y, sin duda, es una de las razones de su éxito.
Por supuesto, el guion lo sabe y no deja que el público lo olvide: hay planos cerrados para mostrar a John, cansado y aturdido, con los ojos muy abiertos, arrastrándose por el tubo de ventilación. O muchas tomas cenitales para mostrar sus pies descalzos mientras corre de un lado a otro. Así que es John — encarnado por Willis con un sentido del humor admirable — el punto focal de toda la historia, a pesar de la pirotecnia de bazucas, hombres volando cien pisos hacia el suelo y Alan Rickman demostrando por qué es el espíritu esencial de cómo el film se comprende a sí mismo. Es John, este héroe espontáneo, que no tiene otro remedio que salvar la noche, lo que sostiene a Die Hard como clásico y una maravillosa mirada a un nuevo tipo de ideal masculino. El sujeto que vendrá a salvarte — y lo logrará — pero, sin duda, se quejará mientras lo hace.
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